Las empresas deben moverse por el medio ambiente ante el vértigo del Estado.
La contaminación ambiental es lo que un economista llamaría externalidad negativa. El crecimiento económico moderno se ha fundamentado en agotar o ensuciar los recursos ambientales (aire, agua, tierra) a cambio de beneficios y extensión de productos, manufacturas o servicios. Nadie cayó en la cuenta, hasta mediados del siglo pasado, de que los recursos del planeta eran limitados, que el aire sucio envenena y que el agua contaminada mata animales, plantas e incluso personas. Ha costado varias décadas imbuir en la opinión pública la idea de que vivimos en lo que Kenneth Boulding llamó Nave Espacial Tierra; un espacio concreto, con potencial limitado de explotación de recursos y con unas condiciones de supervivencia que se están deteriorando sin que exista un acuerdo político universal contundente para evitarlo.
La contaminación tiene unas graves consecuencias económicas (las externalidades siempre tienen un coste) que pueden medirse, aunque no con demasiada precisión. Se supone que el coste cada año para la economía global supera los 4,5 billones de dólares y que mata a nueve millones de personas. Cabe preguntarse por qué no existe una reacción coordinada en todo el planeta para acabar con la contaminación atmosférica, limitar el uso de componentes químicos y poner fin al derroche de agua. Y más cuando la lucha contra la contaminación constituye, en sí misma, un negocio potencial. Efectivamente, si hasta el momento ha sido un negocio consumir recursos y cargar los residuos sobre el medio ambiente, a partir de ahora deberían aparecer de forma masiva las iniciativas rentables para todo lo contrario, es decir, para mantener un orden natural previo a la industrialización. El problema es que las secuencias temporales de cambios de paradigma económico suelen ser asimétricas. En este caso, el peso de una economía consuntiva de recursos (la que defiende Trump, por simplificar) es más poderosa e intensiva que la que pretende orientar la rentabilidad hacia objetivos ecológicos.
Mientras la economía ecológica adquiere masa crítica (algo que los más optimistas confían en lograr antes de 2050), hay que conformarse con un cambio que podría asimilarse a una toma de conciencia, en el sentido de que hay un acuerdo general en que la economía de explotación sin límites no es viable a medio y largo plazo y en que lo que haya que hacer, para mantener un cierto equilibrio natural, hay que hacerlo ya, desde este momento. Los grandes protocolos (Kioto, París) tienen impactos reales perfectamente descriptibles. Por eso es necesario implicar a las empresas en procesos rentables de economía limpia. Resulta sintomático que más de treinta empresas españolas y multinacionales (entre las que figuran 11 que cotizan en el Ibex) hayan reclamado públicamente una Ley de Cambio Climático y Transición Energética, precisamente la que el Gobierno del PP prometió en 2015 pero que después ha relegado al olvido.
Puesto que los acuerdos y protocolos macropolíticos no acaban de desatascar el problema, quizá haya llegado la hora (en economía, como en casi todo, manda la probabilidad) de que las inversiones programadas y reguladas —dinero público y privado— aporten lo que puedan a la descontaminación del planeta. No obstante, conviene estar atentos a una circunstancia inquietante: los planes nacionales no suelen ser tampoco un prodigio de precisión y fineza. Véase al respecto el informe de la comisión de Expertos sobre la Transición Energética, en teoría el texto fundamental para elaborar la ley que reclaman los inversores en nombre de la seguridad jurídica. Suscita más dudas que certezas y no cabe esperar de él una guía firme sobre como debe desarrollarse la transición hacia las energías renovables. Tanta preocupación por la potencia de respaldo indica vértigo por un salto arriesgado y de gestión compleja.
Fuente: elpais.com
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