Los meses de confinamiento han dado más protagonismo a la infraestructura blanda y nos han hecho plantearnos algunas reflexiones.
A medida que el mundo avanza (a diferentes velocidades) en sus planes de vacunación, y los países comienzan a trazar sus planes post-pandemia, surge con fuerza un nuevo debate: cómo adaptarnos a los cambios que impuso la emergencia sanitaria.
En primer lugar, se demostró que muchas empresas y organizaciones lograron mantener su nivel de operaciones con buena parte de su fuerza laboral trabajando de forma remota. En algunos casos, incluso desde países y zonas horarias diferentes.
En segundo término, las tecnologías que
hicieron posible lo anterior (y nuestra adaptación a ellas) dieron un salto que
algunos expertos calculan de hasta cinco años en el futuro. Es decir, esto iba
a llegar, pero no se preveía que fuera tan rápido.
Y en tercer lugar, aunque quizá sea lo más
importante, la gente. Experimentamos una nueva forma de trabajar, pero también
de concebir nuestra relación con lo laboral, la conciliación entre trabajo y
familia, y hasta las dinámicas propias de las oficinas y otros entornos de
empleo.
Los cambios de estos últimos 18 meses son
más profundos y a más largo plazo de lo que quizá en este momento, en el que
todavía lidiamos con la pandemia y sus consecuencias, podemos alcanzar a
concebir y analizar.
Uno de esos cambios, y que es en el que
quiero centrar mi reflexión, es que se hizo más evidente que nunca la
diferencia entre lo que los expertos llaman la infraestructura “blanda” y la
infraestructura “dura”.
La infraestructura dura es la red de
carreteras, los sistemas de manejo de aguas, los aeropuertos, los edificios
públicos. Es decir, las instalaciones que facilitan el funcionamiento de una
sociedad moderna.
La infraestructura blanda no se ve, pero
es igualmente fundamental. El sistema financiero, los servicios de salud, las
instituciones, la industria cultural, pero también factores que han demostrado
ser determinantes en esta coyuntura: el capital humano y los sistemas de
información.
Los meses de confinamiento dieron más
protagonismo a la infraestructura blanda y nos hicieron plantearnos algunas
reflexiones, al menos a quienes trabajamos en el mundo del desarrollo, sobre la
infraestructura dura.
Con más gente trabajando remotamente,
¿necesitaremos nuevos sistemas de transporte o es mejor aumentar la capacidad
de conexión a internet? ¿Seguirán creciendo las grandes ciudades? ¿O la gente
preferirá localidades más pequeñas pero con servicios de calidad?
El aumento de los servicios a domicilio,
por ejemplo, ¿requerirá que, del mismo modo que se adaptan espacios para el
transporte público y las bicicletas, haya también en el futuro leyes o
infraestructuras específicas para la entrega de alimentos o compras a
domicilio?
Otro de los sectores que creció durante la
pandemia, y lo seguirá haciendo, es el de las compras online. La posibilidad de
comprar con un click un objeto fabricado en el otro extremo del planeta también
significa un desafío para las rutas de comercio y las cadenas de
suministro.
Incluso si la transformación post-pandemia
no es tan radical como algunos predicen, casi nadie duda que habrá nuevos
patrones de conducta e interacción social, como esquemas flexibles de trabajo,
menos viajes de negocios o menos reuniones presenciales.
Igualmente, la posibilidad de nuevas
pandemias demandarán de arquitectos, ingenieros y planificadores urbanos nuevas
normas en el diseño de los edificios y otros espacios públicos, que tomen en
cuenta la seguridad y la higiene de quienes los ocupen.
Todos estos factores demandan de quienes
nos dedicamos al mundo del desarrollo una profunda reflexión en torno a las
infraestructuras duras y blandas que serán útiles al futuro que comenzó a
moldear la pandemia.
De hecho, muchos de los programas de
estímulo fiscal diseñados por los gobiernos para hacer frente a los efectos
económicos de la pandemia se enfocan, precisamente, en la infraestructura.
El debate que tenemos que tener es a qué
tipo de infraestructuras se dedicarán esos fondos y cómo contribuirá esa
inversión a corregir no solo el frenazo de los últimos 18 meses sino también
las desigualdades preexistentes que el COVID profundizó e hizo más
urgentes.
Por ejemplo, la brecha entre quienes
tienen acceso a internet y quienes se ven obligados a optar entre comprar datos
(para buscar empleo o conectarse a la escuela) o comprar alimentos para sus
familias.
Por mucho que haya avanzado la tecnología,
hay áreas como la manufactura, la minería, la agricultura y el procesamiento de
alimentos en las que no es posible el teletrabajo, y donde las remuneraciones
suelen ser las más bajas.
El mundo post-COVID que ya comenzó a cobrar
forma tiene que privilegiar también los mecanismos que corrijan esos
desequilibrios. El desafío es encontrar la justa proporción entre
infraestructuras duras y blandas que lo hagan posible.
Fuente:
Juan Notaro - huffingtonpost.es
0 comentarios:
Publicar un comentario