Las compañías tienen que asumir el reto de contribuir con su acción a un desarrollo sostenible económico, social y medioambiental.
Si miramos atrás, en tan sólo dos siglos y medio, la economía mundial ha evolucionado casi de manera exponencial, en los últimos 50 años hemos pasado de un PIB mundial de 1.353 billones de dólares a 73.892 billones, es decir un 5.461%. Sin embargo, este avance no ha supuesto una mejora ni cuantitativa ni cualitativa en la calidad de vida de los ciudadanos, sino que ha servido para acrecentar la desigualdad y la pobreza.
Hoy el 1% más rico tiene tanto patrimonio como el resto de la ciudadanía junta. 795 millones de personas no tienen garantizada su seguridad alimentaria, mientras 600 millones, todas en países desarrollados, padecen sobrepeso. En España, los beneficios de las empresas del IBEX 35 supearon en 2016 los 30.000 millones de euros, mientras que la diferencia salarial se ha elevado a 110 veces el salario más bajo y donde la brecha entre hombres y mujeres está en torno a los 6.000 euros año por el mismo trabajo.
El viejo axioma de que tener un trabajo es seguridad ya no es real. En España, según un informe de Oxfam Intermón el 13,2% de los trabajadores y trabajadoras están en riesgo de exclusión social, aquellos mileuristas que hace 10 años eran los marginados de una sociedad en progreso, hoy se han convertido en el referente privilegiado para muchos empleados que necesitan de dos trabajos para poder tener un salario digno.
Estamos viviendo una desmoralización de la economía, un paradigma donde la empresa actúa no como un instrumento para conseguir el beneficio de todos, sino como un fin que sólo tiene por objeto el aumento de la cuenta de resultados. Sin embargo, no se plantea un cambio del modelo, sino la implementación de una economía alternativa al modelo tradicional: economía social, economía del bien común, innovación social … este no puede ser el camino.
La globalización ha supuesto un aumento del poder de las empresas, pero al mismo tiempo la sociedad les exige un mayor compromiso. En buena medida esta nueva responsabilidad ha sido cubierta a través de una política de responsabilidad social empresarial (RSE), que ha pendulado entre la valorización de buenas prácticas y la implementación de políticas de transparencia y buen gobierno.
No podemos olvidar que la RSE es un instrumento de la ética empresarial. Sin embargo, esto no ha sido así, sino que esta se ha convertido en una política de maquillaje bienintencionado donde el objetivo final de la empresa ha sido, en la mayoría de los casos, ganar en reputación social. Bajo esta visión, el reporte de los resultados se ha convertido en más importante que las acciones implementadas. Es cierto que se ha avanzado en este terreno, la vida interna y la gestión de las compañías, que antes quedaba intramuros, hoy esta expresada en las memorias de sostenibilidad y en los códigos y auditorias éticas, pero esto no ha sido suficiente para que la ciudadanía acepte la RSE como un ejemplo de distinción de las empresas socialmente responsables.
Se abre un nuevo escenario mundial donde todos y todas nos hemos encomendado a trabajar por un nuevo orden mundial de justicia e igualdad. Las empresas no sólo deben preguntarse qué pueden aportar al cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), sino que deben configurarla en su misión y visión. Estas acciones no pueden convertirse en meras actuaciones testimoniales, sino que han de integrarse en su ethos empresarial, desde una visión ética de defensa y promoción de los derechos humanos. Las empresas que no sean éticas, no pueden ser consideradas empresas.
Por ello es necesario articular, como explica Adela Cortina, una economía ética donde la empresa asuma su papel como agente transformador de la sociedad y no, simplemente, como un instrumento de generación de beneficios empresariales. Hoy las compañías tienen que asumir el reto de contribuir con su acción a un desarrollo sostenible económico, social y medioambiental
Los objetivos de la RSE han quedado obsoletos, la responsabilidad de las empresas ya no es sólo social, sino que desde una visión interna y externa las empresas han de integrar las tres dimensiones del desarrollo sostenible.
Los ODS no sólo ofrecen numerosos retos y oportunidades para las empresas, sino que configuran un nuevo modelo de desarrollo basado en cinco ejes: las personas, el planeta, la prosperidad, la paz y las alianzas. Ya no se trata sólo de minimizar los riesgos sociales y medio ambientales sino de transformar con su acción el modelo económico imperante hacia una economía ética comprometida con el desarrollo mundial.
Sin duda alguna, la RSE ha supuesto un avance en el gobierno de las empresas, sin embargo, no podemos esperar que por una asunción voluntaria de la mismas la economía mundial vire hacia un desarrollo sostenible. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible ofrecen a la empresa un marco de referencia, tanto interno como externo, para la implementación de políticas vinculadas tanto a la mejora de la gestión empresarial, como a la transformación de la sociedad hacia un modelo más justo y equitativo.
No se trata de negar ahora que las empresas han de obtener beneficios, sino como bien dice Ramón Jauregui: “No me digas qué haces con tus beneficios, dime cómo los obtienes”. Las compañías tienen una doble misión. Configurar la ética como vector de transformación de su actividad económica y por otro lado, contribuir a la consecución de los Objetivos de Desarrollo Sostenible desde una acción comprometida con la mejora de las condiciones de vida de todos y todas. Es el momento de la acción. No hay más excusas. Sólo desde el compromiso global conseguiremos una sociedad justa e igualitaria que beneficie a todo el mundo.
Fuente: elpais.com/Federico Buyolo García, Director general de Cooperación de la Generalitat Valenciana.
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