Interesante artículo de Carlos Villanueva.
La Biodiversidad es la responsable de que seamos como somos y del mundo tal y como lo conocemos.
Ha estado ahí desde el comienzo de la vida sobre la tierra, garantizando que esta no desapareciese, a pesar de las mermas que a lo largo del tiempo ha ido sufriendo.
Unas mermas que en el último siglo se han acrecentado, gracias a uno de sus mayores logros, la especie humana.
Resulta cuando menos paradójico, somos capaces de hacer desparecer a quien nos trajo hasta aquí. Solo por eso merece tener nombre propio.
El término Biodiversidad se hizo popular en la Cumbre sobre la Tierra de Rio de Janeiro en el 1992. Y desde entonces se han ido sucediendo los programas nacionales e internacionales marcados por el mismo propósito, salvar la Biodiversidad. Ahora el objetivo está en el 2030. De seguir así probablemente no se alcanzará nunca, porque siempre habrá un más allá en el tiempo para establecer objetivos sin objetivos firmes.
Lejos de ser capaces de preservarla, día a día, nosotros, los seres humanos, seguimos haciendo mella en ella. Sin percatarnos de estar cavando nuestra propia tumba. Alteramos los ciclos biológicos a nuestro antojo, haciendo desaparecer genes, ecosistemas y especies; la biodiversidad que nos acompaña en este viaje, que es la vida, en sus tres niveles de expresión.
Un primer gesto sobre como actuamos sobre la Biodiversidad comienza en nuestra cesta de la compra. Con los productos que adquirimos para alimentarnos. Sin mirar la etiqueta más allá del precio, con letras cada vez más pequeñas, probablemente porque no importa lo que en ella se diga, ignoramos como se produce ese alimento, de donde procede, y como ha llegado hasta nuestras manos.
Solo con este gesto. Estamos comprando, o no, Biodiversidad. Contribuyendo, o no, a nuestra propia supervivencia. Y si esta nos importa ya poco, tal vez nos importe la de los que aquí dejamos.
La Biodiversidad no solo está presente en el medio natural, en el mundo salvaje, también lo está en la variedad de productos locales que en su mayoría han dejado de llenar nuestra cesta de la compra, o bien porque dejaron de ser rentables o simplemente se olvidaron en beneficio de variedades únicas, cuyo delito es estar a menor precio en el marco de una economía globalizada.
Si nos olvidamos de esas variedades locales, adaptadas al clima y a la geografía de cada lugar, terminarán por desaparecer y con ellas como especie, sus genes y los agrosistemas tradicionales donde se producen. Y ese es un lujo que no podemos permitirnos, aunque pensemos que ya llegará el 2030 y habrá alguna otra cumbre mundial para marcarse nuevos objetivos.
Texto y fotografías: Carlos Villanueva Fernández Bravo
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